ESPECIAL UCRANIA | Periodismo en las zonas ucranianas ocupadas: “los rusos nos dejan elegir: colaboración, prisión o muerte”
Perseguidos, amenazados, obligados a difundir propaganda del Kremlin… Seis meses después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, Reporteros Sin Fronteras (RSF) publica en exclusiva tres testimonios de periodistas del sur y el este del país, que relatan cómo es trabajar bajo la ocupación.
El 24 de febrero de 2022, el presidente ruso, Vladimir Putin, lanzó una ofensiva sin precedentes para tomar el control de Ucrania. Seis meses después, una quinta parte del territorio sigue ocupada y las ciudades ucranianas continúan siendo bombardeadas. Los periodistas están en primera línea. “Los que permanecen en los territorios ocupados son perseguidos sistemáticamente por las fuerzas rusas, en su afán por difundir su propaganda y eliminar a los profesionales que puedan contrarrestar el discurso oficial del Kremlin”, afirma la responsable del Área de Europa del Este y Asia Central de RSF, Jeanne Cavelier. “Intentan reproducir brutalmente en estas zonas la burbuja de desinformación construida en Rusia. RSF está documentando estos casos para responsabilizar a las autoridades rusas por sus crímenes de guerra contra los periodistas”, añade.
“Hay que publicar tres ‘artículos’ al día de la agencia de información de la LNR (la ‘República’ popular de Lugansk, *NDLR)”. Pidiendo mantenerse en el anonimato, una periodista de 37 años de la región de Lugansk, a quien llamaremos Olena, cuenta cómo fue arrestada y luego obligada a colaborar con el ocupante ruso. “Nos vemos obligadas a difundir esta propaganda que celebra los ‘éxitos’ del ocupante, como la apertura de cualquier servicio administrativo. Un militar valida nuestras palabras a través de un chat común de Telegram”, añade.
Vladyslav Hladkyi, de 44 años, comparte con RSF la historia de cinco meses de trabajo clandestino en Jersón, ciudad ocupada de 300.000 habitantes en el sur de Ucrania, donde vivía con su esposa Yevheniia Virlych, redactora jefe de un medio local. “Desde el comienzo de la agresión, se buscan periodistas, al igual que activistas, cargos electos, o cualquiera que pueda dificultar los esfuerzos de propaganda del Estado ruso. Nuestros nombres, nuestros rostros, son relativamente bien conocidos en Jersón y teníamos miedo de ser denunciados”. Al límite de sus fuerzas, tras vivir cambiando constantemente de lugar para continuar su misión informativa, siendo las únicas respuestas posibles a sus preguntas “en el mejor de los casos, un golpe de Kalashnikov de los rusos, y en el peor, la tortura”, abandonó Jersón a principios de julio.
“Las fosas comunes en los patios de los edificios, los vecinos enterrando a sus vecinos, los destrozos, los saqueos… A pesar del riesgo, cada minuto, de ser asesinada, durante tres semanas observé, fotografié y grabé, corriendo bajo el fuego, acompañada por mi hijo de 6 años en patinete”. Yuliia Harkusha, de 42 años, comparte su experiencia en Mariúpol, perseguida, sin conexión, pero ansiosa por documentar a toda costa los crímenes del ejército ruso y los horrores de la vida cotidiana en la ciudad sitiada. Y todo ello a pesar del peligro: su brillante carrera y sus contactos profesionales la transforman en un objetivo prioritario para los ocupantes rusos.
RSF publica en exclusiva estos tres testimonios, que revelan los entresijos de esta guerra de la información en los territorios ocupados.
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Olena, periodista de la región de Lugansk: “me dieron tres opciones: la cárcel, la deportación o la colaboración”
«El 24 de febrero, me despertó una explosión a las cinco de la madrugada… Un misil ruso. Ni mis tres colegas ni yo fuimos a la redacción. Preparado el día anterior e impreso en Járkov durante la noche, el último número del periódico nunca llegó a distribuirse.
Los días siguientes seguimos trabajando desde casa. Compañeros ubicados en la zona libre se hacen cargo de la web del medio. Nosotros, por nuestra parte, publicamos en nuestras páginas de Facebook y Telegram, para informar diariamente sobre la situación en el frente, las manifestaciones contra la ocupación, o las tiendas que permanecían abiertas.
A principios de marzo, el ejército ruso ocupó la ciudad. Se cortaron las comunicaciones móviles, la televisión ucraniana se sustituyó por canales rusos que emitían propaganda. Solo teníamos Internet fijo. En una localidad pequeña como la nuestra, cuando eres periodista, todo el mundo te conoce. No se puede trabajar como antes. Imposible no caer en la autocensura. Evité todo lo que podía sonar a antirruso. Tenía mucho miedo, casi no salía de mi casa.
‘Venga con nosotros, tenemos que hablar con usted. Su trabajo, ya me entiende…’: el 1 de abril, un hombre con uniforme militar -que no pude reconocer, de la cantidad de tropas rusas diferentes que había-, me detuvo cuando salía de mi casa. Tres o cuatro entraron en mi domicilio. Tuve que darles mi ordenador portátil y mi teléfono. Al menos, me dejaron enviar un mensaje a mi madre con la aplicación Viber para prevenirla. Estaba en tal estado que ni siquiera recuerdo lo qué le escribí.
Me introduje en su coche sin matrícula y tuve que taparme los ojos con una mascarilla quirúrgica. Al llegar al edificio –supe más tarde que era la sede donde trabajan los empleados del ‘MGB’ (el Ministerio de Seguridad del Estado de la ‘República’ Popular de Lugansk, *NDLR)- me hicieron esperar en una silla, de cara a la pared. Luego me trasladaron en minibús a Lugansk. A pesar de llevar mascarilla, con mi visión lateral reconozco la bufanda de mi compañera, a mi lado. Estoy paralizada; la cabeza, vacía.
En la sala de espera previa al interrogatorio, el guardia se ausentó un instante. Siempre con los ojos tapados, apenas tuve tiempo de decirle a mi compañera que había que negarse a colaborar. Luego, durante seis horas y media, me interrogaron a solas, sobre mi vida y mi trabajo. ¡Detalles anodinos! El lugar donde nací, donde cursé estudios, mi sueldo… Las mismas preguntas una y otra vez. Eran cuatro, uno “amable”, otros dos que no cesaban de irrumpir en la habitación con preguntas agresivas y un cuarto manifiestamente entonado por el alcohol, que decía cosas incoherentes. No sé cómo me las arreglé para mantener la calma. Tenía calor, pero no me dejaban quitarme el abrigo. Tampoco me dieron agua.
Como en una cárcel, me pidieron que me quitase todos mis objetos de valor y me llevaron a la enfermería, donde todavía tuve que contestar un formulario de la enfermera. Ella me tomó la presión arterial y me dio medicamentos para la hipertensión. En otra sala, me tomaron las huellas dactilares y me sacaron una foto, como si fuera una delincuente. Me encontré en una celda con mi compañera y la jefa de redacción, detenida unos días antes que nosotras.
Los ocupantes nos ofrecieron tres opciones: prisión, ‘deportación’ o colaboración y nos dijeron que esperaban una respuesta colectiva para la mañana siguiente. Para mí, la ‘deportación’ (término utilizado por las fuerzas de ocupación sobre el terreno, *NDLR) no era una opción, porque no sé qué significaba, dónde nos iban a liberar y habrían podido perfectamente dejarnos en un ‘checkpoint” para que nos detuvieran en el siguiente. La directora, solo podía ‘elegir’ entre la colaboración y la cadena perpetua o la pena de muerte. Con el miedo en el estómago, ‘aceptamos’ la colaboración.
Apenas me dejaron en libertad condicional, escribí a los compañeros que administraban nuestro sitio web para que avisasen a los demás medios de la zona, porque probablemente serían los siguientes de la lista. Inmediatamente borré mi mensaje. Incluso en la calle, los soldados pueden cogernos los teléfonos para revisarlos.
Una semana o dos más tarde, tres hombres uniformados, uno de ellos encapuchado, vinieron a la redacción para fotografiar nuestro equipo, fisgar en nuestros ordenadores y asegurarse de que difundíamos su ‘información’ en las páginas de Facebook y Telegram de nuestros medios; era un auténtico comando de intimidación. Teníamos que publicar tres ‘artículos’ por día, de la agencia de noticias LNR. Nos veíamos obligadas a difundir esta propaganda que celebraba el ‘éxito’ del ocupante, como la apertura de cualquier servicio administrativo. Un militar validaba nuestras palabras a través de un chat común de Telegram. Estaba rota por dentro: ¿cómo aceptar esto? Vivimos con el temor de dar un paso en falso y ser detenidas. Una presión insoportable. Sabía que tenía que huir, pero, ¿cómo? La persona que me interrogó en Lugansk dio a entender que había una lista de personas a las que se les prohibía salir de la zona ocupada.
Cuando me escribió un antiguo compañero que colaboraba con el servicio de prensa de las fuerzas de ocupación rusas, supuse que era para ofrecerme un trabajo y rechacé la oferta. Cinco días después, un hombre uniformado llegó a mi barrio buscándome e interrogó a mi vecina. No podía quedarme más ahí, por mi seguridad, y a la vez, tenía que preservar nuestro medio. Los compañeros que llevan la web, que me apoyaron siempre, me suplicaron que me fuera. Poco después huí con un ‘transportista’ (las personas que deseen ser evacuadas pueden contratar un servicio de transporte, costoso y arriesgado debido a los controles en ‘checkpoints’ rusos, *NDLR). Desde entonces, trabajo como redactora en otro medio ucraniano».
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Vladyslav Hladkyi, periodista de Jersón: “he estado tentado de abandonar. Todo este trabajo para recibir, en el mejor de los casos, un golpe de Kalashnikov y, en el peor, torturas”
«Cuando comenzaron los combates cerca de Jersón el 24 de febrero, tenía un deseo terrible de ir allí, grabar en streaming para Facebook, y ser testigo de esta invasión. Pero fue imposible acceder porque ya no había transporte público, los taxis se negaban a ir en esa dirección, las máquinas expendedoras estaban fuera de servicio y el teléfono fijo, cortado. La red móvil seguía funcionando, pero los servicios públicos eran inaccesibles. Asistí al desalojo de la Fiscalía regional el 24 de febrero.
La ciudad fue sitiada el 28 y posteriormente, ocupada. El 2 de marzo, se instaló una base militar cerca de nuestra casa y pude observar el baile de vehículos blindados debajo de mi ventana. Una atmósfera lúgubre sobre un fondo de nieve sucia y derretida. Podían dispararnos en cualquier momento. Cubrí las ventanas con sábanas, evité encender la luz y fui discreto. Fueron precauciones absolutamente inútiles: poco tiempo después, hombres armados llamaron a la puerta. Mi mujer, también periodista, acababa de salir a recoger un paquete de comida de un amigo. Vio a estos hombres y me llamó de inmediato para que no abriera la puerta. Fueron directamente a nuestro apartamento, lo que demuestra que estábamos en el punto de mira. Esperé veinte largos minutos sin moverme, en silencio. Presa del pánico, reseteé uno de mis teléfonos del trabajo para borrar toda la información. Después de este episodio, nos fuimos de ahí. Pero los soldados rusos volvieron cuatro veces en total, para interrogar a los vecinos y tratar de averiguar dónde estábamos.
Desde el comienzo de la agresión, se buscaba a los periodistas, así como a los activistas o cargos electos, o cualquiera que pudiera obstaculizar los esfuerzos de propaganda del Estado ruso. Nuestros nombres, nuestros rostros, eran relativamente bien conocidos en Jersón, teníamos miedo de ser denunciados. El 27 de febrero, cerré el acceso a nuestras fotos y nuestros contactos en Facebook. Reemplacé la foto de perfil por una imagen de enanos de bronce, tomada en la ciudad polaca de Wroclaw. Todos pensaron que nos habíamos ido allí.
Esta tapadera nos permitió seguir trabajando activamente, casi como si estuviéramos a salvo, mi mujer en contacto con su redacción y yo para mi medio online. Recababa información en las redes sociales, la verificaba contrastando fuentes y publicaba resúmenes en mis canales de Telegram. El barrido del espacio informativo por parte de los rusos, en particular los cierres de radios y televisiones, el análisis de propaganda, el perfil de los ‘colaboradores’ de las fuerzas de ocupación, los secuestros de activistas tras las manifestaciones, como los del cooperante humanitario español Mariano García Calatayud y de la activista Iryna Horobtsova, aún detenida por los rusos… Mi objetivo, además de informar al público, era llamar la atención de las autoridades ucranianas sobre la difícil situación en Jersón.
Lo más duro vino cuando se cortaron las comunicaciones. Primero, del 30 de abril al 4 de mayo, luego, el 30 de mayo nuevamente. Sin Internet, sin teléfono, no teníamos más remedio que escuchar la radio rusa. Mi canal de Telegram permaneció en silencio durante varios días, temía que se notase, que la gente entendiese que me había quedado en Jersón y que pondría en peligro nuestra tapadera. Y cuando volvió a aparecer la conexión a Internet tras el segundo corte, fue la de la red rusa, donde se censuran la mayoría de sitios ucranianos, donde Facebook e Instagram son censurados y donde se vigila a los usuarios. Para seguir funcionando, me arriesgué a usarlo, pero a través de una VPN (red privada virtual, que encripta la información, *NDLR).
Cada vez se hizo más difícil mantener nuestra ‘leyenda’. Nuestros conocidos comienzan a preguntarse por qué no nos reunimos con amigos comunes en Polonia, por qué no publicamos fotos que no sean las de los enanos de bronce, algunos son interrogados sobre nuestro caso. Una vez, en uno de los muchos lugares donde nos escondemos, mi esposa escucha a través de la ventana que alguien pregunta a los vecinos si la han visto. Afortunadamente, habíamos llegado muy temprano por la mañana sin encontrarnos con nadie y habíamos tapado las ventanas. Para evitar salir, nos llevaban comida. Las calles estaban desiertas.
Este acoso permanente nos puso a prueba. A veces tenía la tentación de dejarlo todo, de quedarme en un rincón y ponerme a llorar. Sentía que no estaba haciendo lo suficiente y que mi trabajo no tenía sentido. La única respuesta que podía esperar era, en el mejor de los casos, un golpe de Kalashnikov de los rusos, y en el peor, torturas. Pero para aguantar, tenía que seguir escribiendo.
A principios de julio, una nueva policía de ocupación comenzó a llamar a todas las puertas del edificio donde estábamos escondidos. Por la mirilla veo a un hombre con un arma automática, con camiseta negra, pantalón verde, sin otros distintivos. Intenta abrir la puerta, que está cerrada, tirando de ella. Tengo tanto miedo que sostengo el pomo de la puerta desde dentro. En ese momento, me di cuenta de que no aguantaría más, psicológicamente. Salimos poco después, cruzando unos cuarenta controles. Me vestí con sencillez, me puse gafas con una gorra y me afeité la barba. En mi regazo, el gato desvió la atención de los soldados de mi rostro asustado. Tuvimos suerte».
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Yuliaa, periodista de Mariúpol: “tuve que destruir todo al dejar la ciudad, pero esos reportajes se quedarán grabados en mi memoria”
«El quinto día de guerra, todo desapareció de golpe en Mariúpol: agua, gas y comunicaciones. Estábamos completamente aislados. Nadie tenía información, esa era la parte más difícil. Imposible entender lo que estaba pasando en el país, lo que debíamos hacer, si se podía evacuar la ciudad.
El 5 de marzo, un amigo me regala una radio de bolsillo que capta frecuencias ucranianas. Me acerco a la ventana a las 12 del mediodía y a las 6 de la tarde para escuchar las noticias y luego compartirlas con los vecinos que querían. Un día, me entero de que la sede de una asociación, no sé por qué milagro, capta la televisión. Durante dos horas, atravieso la ciudad a pie y arriesgando mi vida, bajo el fuego, para ver las noticias.
He trabajado siete años para un informativo de televisión. Pensé que lo había visto todo: accidentes, incendios, hasta sesos esparcidos por la acera… Pensé que este cinismo profesional, este caparazón, me ayudaría a soportar los horrores de la guerra. Pero es imposible prepararse para lo que nos hicieron los rusos. Fosas comunes en patios de edificios, vecinos enterrando a sus vecinos, destrozos, saqueos… A pesar del riesgo, cada minuto, de ser asesinada, durante tres semanas, observé, fotografié, y grabé, corriendo bajo el fuego, acompañada de mi hijo de 6 años en su patinete. Las circunstancias no me permitían dejarlo solo. Estaba convencida de que sería útil documentar estos crímenes. Y eso me permitió descargarme psicológicamente. Para poder irme, tuve que destruir todo cuando salí de la ciudad, pero esos reportajes permanecerán grabados en mi memoria.
Yo era un blanco prioritario para el ejército ruso. Por mi trabajo, conozco a muchos soldados locales, se puede encontrar fácilmente mis artículos en Internet, y también trabajo como fixer para periodistas extranjeros, a los que llevaba al puerto para ver las posiciones de nuestras tropas, antes del asedio. Los rusos podrían sacarme mucha información confidencial y encarcelarme para dar un golpe de efecto. Vivía en una calle sin salida, veinte casas en total: era fácilmente identificable, todos los vecinos sabían que era periodista.
Logré salir de una Mariúpol sitiada y presa de los combates el 19 de marzo. Tan pronto como encontré una conexión móvil, en un pueblo ocupado donde encontramos refugio, participé en emisiones en vivo de Radio Svoboda (filial ucraniana del medio estadounidense Radio Free Europe / Radio Liberty, *NDLR) para contar la situación en la costa de Azov ocupada. Pero luego, allí también se cortaron las comunicaciones. Envié de forma prioritaria a mis compañeros información y videos, y no tuve tiempo de enviar mi dirección. Me encontré atrapada en suelo ocupado otro mes más.
Poco después, cinco hombres armados, de la policía de la DNR (‘República Popular de Donetsk’, *NDLR), entraron en nuestra casa. Hicieron una lista de todos los presentes. Fingí ser ama de casa y haber roto mi teléfono. Más tarde, desesperada, me resigno a hacer cola en el mercado local para realizar una llamada: algunos soldados rusos (los únicos que tenían una tarjeta SIM rusa y, por lo tanto, una conexión móvil, *NDLR) prestaban sus ordenadores portátiles y permitían que los habitantes del lugar llamaran a sus familiares en Ucrania. Contacté con un ‘pasante’, un contrabandista, que me dijo que borrase de mis dispositivos toda información que pudiera llamar la atención de los soldados rusos durante el paso por los checkpoints y que esperase a que venga a buscarme.
Unos días después, cruzamos veinte puestos de control rusos. Tenía miedo. Me preparé mentalmente para fingir que tenía que evacuar a mi hijo para recibir tratamiento médico. Los soldados rusos no registraban a las mujeres en ese momento, pero mi pareja, que trabaja en una ONG humanitaria internacional tuvo que desnudarse. Para huir, tuve que abandonar todo mi equipo profesional. Pero la funda de mi ordenador portátil les llamó la atención. Al ver dentro solo ropa interior infantil, nos soltaron. No todo el mundo tiene tanta suerte. Los soldados rusos arrestan a los que no les gustan. En el último checkpoint vi a un joven bajarse del autobús. Estaba solo, en una trinchera con su maleta, demacrado. El autobús se fue. Él se quedó».
<Nota metodológica>
RSF ha recopilado estos testimonios de periodistas que vivieron la ocupación en tres regiones diferentes por teléfono, a principios de agosto de 2022, verificando su trayectoria con sus compañeros y otras fuentes locales. Algunos de ellos hablan públicamente por primera vez, otros ya han compartido su testimonio en los medios ucranianos.
Por motivos de seguridad, aunque han vuelto a la zona libre, se han omitido ciertos detalles. Para no poner en peligro a los familiares que permanecen en zona ocupada, uno de los testimonios se ha hecho desde el anonimato.
*NDLR: nota de la redacción