Testimonio de Gaby Saget, periodista de Radio Métropole en Puerto Príncipe, galardonada con el Premio de la Francofonía 2009 RFI-OIF-RSF
“Te espero en Les Cayes esta noche”, decía el SMS de mi amigo Jonathan Boulet-Groulx, responsable de un proyecto de revalorización del trabajo de los minúsválidos cerca de Les Cayes.
“Trato hecho, llego mañana”, le contesté. Lunes 11 de enero, 14:42 horas, mi decisión estaba tomada. Al día siguiente, por la mañana, salí en dirección a Les Cayes con mi mejor amiga, me quedaría allí los dos últimos días de mis vacaciones anuales.
Llegamos a primera hora de la tarde. Visita de la ciudad, gastronomía… por fin disfrutaba de mis vacaciones.
Yendo a la playa, sentimos una ligera sacudida. Detuvimos el coche y examinamos los neumáticos, en vano. Retomamos nuestro camino tranquilamente, sintiendo más sacudidas que atribuimos al mal estado de la carretera.
Alrededor de las 22 horas Jonathan se encontró con un compañero que nos dio la noticia: hubo un terremoto. La radio local hablaba de un edificio derrumbado en Mapou y de algunos escolares heridos y aterrorizados por la sacudida.
Intentamos comunicarnos a Puerto Príncipe por teléfono. Conseguimos establecer un primer contacto de milagro: Puerto Príncipe se había derrumbado, el Palacio Nacional, los edificios públicos, las escuelas y muchas viviendas.
Cerca de las doce de la noche por fin pude hablar con mi padre. Mi familia escapó de la muerte durante el derrumbe de nuestra casa, pero no tenían a dónde ir.
Estaba atónita. Encima me decían que la tierra seguía temblando.
Teníamos que volver cuanto antes. Jonathan se ofreció a llevarnos, él también estaba preocupado por sus amigos. No imaginaba lo que me esperaba.
Cuando llegamos a Grand-Goâve vimos los primeros estragos del sismo. Hasta Carrefour, la carretera estaba llena de rocas enormes y de grandes trozos de asfalto que se habían levantado, las casas adosadas se habían derrumbado.
A cada lado de la carretera pasaban interminables filas de supervivientes, provistos de una maleta o de un fardo que contenían sus humildes bienes.
En los terrenos sin construir se improvisaban campamentos cuyas tiendas estaban hechas con mortajas.
Al entrar en la zona metropolitana decidimos transitar por la parte baja de la ciudad, la mayor zona comercial y administrativa de Puerto Príncipe.
Era el Apocalipsis, el Palacio Nacional se había hundido, los ministerios estaban destruidos, la Dirección General de Impuestos estaba reducida a un montón de escombros donde algunos socorristas voluntarios buscaba supervivientes.
El Champs de Mars fue convertido en un campamento de damnificados. Crecía la angustia. ¿Cuál sería mi futuro en un país reducido a ruinas? Se me llenaban los ojos de lágrimas. Vi a un compañero, no podía aguantar, me eché a sus brazos. Lloramos.
Luego me llevaron a mi casa.
Mi casa, de dos pisos, se había derrumbado aplastando a dos niños y un adulto que se encontraban en la planta baja. Horrorizada por la situación me di cuenta de que estaba sin techo, al igual que miles de personas de todas las condiciones sociales. Estábamos obligados a dormir debajo de una tela de plástico o bien bajo la chatarra de un coche.
Pasé la primera noche acurrucada contra una niña, sentada en una silla y tapada con una sábana vieja, con frío y miedo a las réplicas sísmicas.
Eso es todo, la vida pende de un hilo. Una simple invitación me salvó la vida. Tenía que conservarla. Empezaba la segunda prueba.