Verdad, mentira y delito de opinión
A raíz de la compulsiva inclinación de Donald Trump a señalar a la prensa y a los periodistas como el enemigo público número uno, se ha impuesto un nuevo vocablo, “fake news” que el presidente norteamericano esgrime siempre contra las noticias que pueden suponer un riesgo para su gestión o que, simplemente no son de su agrado. Y ocurre que dentro de la ascendente tendencia que tenemos a incorporar anglicismos al uso del lenguaje, se ha convertido casi en un novedoso descubrimiento. Pero no es así.
En realidad “fake news” es lo que toda la vida hemos llamado “noticias falsas”. Simplemente, mentiras. Y cuando, como hoy, nos acosan las “fake news” en una proporción como nunca antes se había visto significa que algo fundamental está fallando en nuestras democracias que creemos tan consolidadas. Todos recordamos bulos tan escandalosos como que Obama había nacido en Kenia, o que el Papa Francisco había apoyado la candidatura de Trump, o que la Reina Isabel II había dado su plácet al Brexit. Una lamentable consecuencia que se deriva de tales excesos es la pérdida de confianza en los medios de comunicación y eso es gravísimo. Manipulaciones, informaciones sesgadas, intoxicaciones flagrantes, verdades a medias, cuando no mentiras descaradas. Quizá haya llegado la hora de plantarnos y decir “basta” porque si el periodismo en muchas ocasiones y en base a intereses políticos y/o financieros distorsiona hasta tal punto la realidad, la primera víctima es la sociedad a la que se priva del sagrado derecho a una información verídica, pilar básico de toda democracia. La opinión es libre pero los hechos, sagrados.
Las propuestas valientes, atrevidas y radicales en este campo, protegidas por el derecho a la libertad de expresión, se convierten en un fuerte revulsivo entre los que las defienden a toda costa y quienes pretenden acotarlas con leyes restrictivas. ¿Debería existir, o no, el delito de opinión? En la forma en que ello supone abrir el campo de la libertad de la palabra que puede inducir a la exaltación, por ejemplo, de racismos, sexismos, etnicismos… nos adentramos en un campo muy delicado sujeto a interpretaciones a veces muy diversas. Y entonces nos preguntamos dónde colocamos la línea que separa el ejercicio de la libertad de expresión, de la comisión de un delito.
Raoul Vaneigem, en su libro “Rien n’est sacré, tout peut être dit”, publicado en España en 2004, aborda el tema de la libertad de expresión en un texto provocador pero que sacude las certezas razonables de los “bienpensantes”, como califica el autor a quienes abusan de la deontología como arma represora. Vainegem carga contra “las intenciones de los jueces, siempre dispuestos -dice él- a imponer límites a una actividad que no tolera ninguno”. Y la verdad es que algunas cosas que están ocurriendo en nuestro país en los últimos tiempos encienden las alertas. El secuestro del libro “Fariña” de Nacho Carretero, la condena al rapero Valtonyc y la retirada de la obra de Santiago Sierra de la feria Arco sobre los políticos encarcelados en España es un ataque frontal contra la libertad de expresión. No olvidemos, por otra parte, que la prohibición espolea la transgresión y que en realidad no son las propuestas las que es necesario condenar si no los hechos consumados. Dicho esto, cabe destacar que la libertad de expresión sin límites no es un regalo sino un aprendizaje que el deber de la obediencia no ha favorecido mucho hasta hoy. Dice Vaneigem a este respecto: “No hay un buen ni un mal uso de la libertad de expresión. Sólo hay un uso insuficiente”. En las circunstancias actuales, en este país, es evidente que la libertad de expresión vive tiempos difíciles que únicamente conducen a su más temible enemigo: la autocensura, incluso en el arte, como es el caso de la obra de Santiago Sierra. Todos recordamos la época en que se tapaban las partes púdicas de las esculturas clásicas. ¿Cómo son las letras de muchos raperos? En la línea del encarcelado, deberían levantarse nuevos módulos para tanta frase escatológica.
Dejando sentado el principio de que el derecho al honor, el insulto, la calumnia, la pornografía, la protección a la infancia no pueden interpretarse solamente en clave político ideológica, cabría remitirse a la generosidad humana para incentivar el uso sin trabas de la palabra y que al mismo tiempo sirva para librarla del cálculo egoísta de algunos.
Indudablemente, la opinión libre, pone sobre la mesa una cuestión esencial porque aun reconociéndola como un derecho fundamental, la práctica demuestra que al mismo tiempo requiere que su ejercicio se traduzca en unas normas concretas que tengan un valor basado en la libertad pero también en la dignidad y los derechos humanos universales.
María Dolores Masana Argüelles
Ex presidenta y actual vocal de la Junta de Reporteros Sin Fronteras